"Cuando aprendas a quererme, habré cambiado tus besos por nuevos amaneceres".

Eran las seis de la mañana y la lluvia que había traído aquel nuevo amanecer, invadía de desolación las sábanas entre las que me movía, tan finas como el papel de fumar.
La habitación del motel donde decidí pasar la noche, había sido invadida por un olor a fritura.  Busqué un mapa de la isla y de los lugares donde se hallaban las huellas que los dos marcamos cuando solo éramos uno y coincidíamos en eso de que la eternidad nunca llegó a ser transparente. Que indecisa me encontraba y que reprochable podía sonar que lamentase aquellos desmadres porque sentía que él no me amaba.
Había conseguido el récord en intentar hacerle feliz, pero siempre prefirió regalarme la espina y llenar mi alma de nudos,  que buscar la rosa más bonita, para fragmentar nuestro amor en una sola pieza. Sonaba egoísta que en ocasiones deseara ser  un ave y que cortase mis alas sin pedir permiso. Estaba condenada a sufrir injusticias porque su suma de infidelidades era el resultado que obtenía con cada insulto que de alguna forma u otra quizás merecía. Sí, alguna vez se le había ido la mano, pero después me pedía disculpas. Es cierto eso de que el amor es ciego y que de alguna forma jugamos a ser la cicatriz de nuestros propios sentimientos, pero bañaba sus besos en mi sangre. 
Me dolían sus abrazos, me dolían sus desplantes, me dolía ser su pasatiempo pero amaba ser su víctima. Me prometió que cambiaría y lo hizo, pero claro, yo también cambié y ninguno de los dos estaba protegido. Y para una vez que decido plantarle cara, decide abandonarme. Nunca llegué a entender porque me convirtió en su víctima si de alguna forma me había jurado amor eterno ¿Será verdad eso de que el amor solo es real si duele?


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